Francisco Muñoz Soler tiene en su poesía el trazo de un pintor que conoce muy bien la técnica
por todo lo que lee y ha leído, por todo lo que ha escrito, y al mismo tiempo, posee la cualidad
de saber tamizar, intuir, describir en apenas un esbozo algo que puede estar cargado de
inocencia o ser grotesco, cruel o temible. Y es que la vida puede ser exactamente así. La poesía
la pone encima de la mesa. Si estamos recluidos en nuestras casas contemplando nuestros
ombligos y no salimos a ver el mundo, hablaremos de él a través de las opiniones o
descripciones sesgadas que alguien ha hecho para nosotros.
Francisco no utiliza intermediarios, su poesía nos trae el mundo, nos los trae para que
descubramos tanto su grandeza como sus numerosos matices, incluso su crueldad.
Sus viajes poéticos nunca son monocromos en su faceta de pintor, sino que son sin excepción
estallidos de color unas veces más sutiles y otros más llamativos incluso auténticas bofetadas.
Al fin y al cabo, es eso lo que se encuentra una persona que viaja con los ojos y los versos bien
abiertos: ahí fuera, lejos de las zonas turísticas y las cárceles de extranjeros frente al mar
donde todo está incluido, la vida brota como un río no secuestrado por el hormigón. Las
personas tienen curiosidad, te lo dan todo o te quitan el aliento con una mirada. Un poeta
cualificado para descifrar las realidades, para escuchar y transmitir sin traducir lo que ha visto,
es una joya cultural que todos deberíamos preservar. Ese es el valor de lo que hace nuestro
poeta.
Francisco Muñoz Soler es un notario, pero no de los que esperan parapetados en su oficina
a que lleguen las potenciales víctimas de bancos y vendedores a firmar las hipotecas y
transacciones. Él es un notario de la poesía, sale a encontrar los corazones que palpitan en el
barro de cualquier país. Es una persona que sabe tratar y aprender de cada persona más allá
del saludo protocolario y el gélido apretar de manos.
Viajar nos alimenta el alma, igual que la poesía y nos ayuda a ver nuestra desnudez en el
mundo con otros prismas. Así, nuestra familia, nuestra ciudad, nuestro entorno adquiere
matices nuevos cuando acabamos de alejarnos para volver, en un sístole y diástole que
también es el que hace palpitar a nuestros versos. Porque no es cierto que el mundo es solo un
rompecabezas de países de colores, con banderas y símbolos, el mundo es una colección
gigantesca de grises que van desde el blanco imposible al negro oscuro y el buen poeta, como
buen fotógrafo, debe encontrar siempre las herramientas exactas, las palabras, giros, el
objetivo, el encuadre, las metáforas, el tiempo justo y la abertura ideal que transmita
exactamente lo que estábamos viendo y ya no existe.
La poesía es ese instante que ya no existirá nunca, pero que podemos releer siempre, crecer
un poco para no ser jamás la misma persona que abrió el libro instantes antes.